Abrirme camino en la obra Félix R. Cid, más que difícil fue retador, pues confieso que el recorrido fue centímetro a centímetro, milímetro a milímetro, temerosa, a garganta cerrada y ojos muy atentos, entre estos océanos de seres sin nombres y sin rostros, que me invitaban a zambullirme. Me negaba, pero cedí.
No puedo negar que al principio fue abrumador verme rodeada de muchos, de cientos, de miles a mi alrededor, sentía que me faltaba aire pero mantuve la calma; no importaba donde me posicionara, reaccionaba siempre a la presión de ellos, empujada por todos y al mismo tiempo por mí, sin mi consentimiento, miembro de las masas, esas que con voluntad propia y férrea hicieron de mi visita un recorrido sin punto fijo, sin espacios y sin permanencia, no entendía, pero en ese momento decidí ya no resistirme más.
Comenzó ahí el verdadero paseo por la humanidad de otros y la mía, la que hasta entonces reconocí; traté de encontrar el principio y el fin pero fue inútil, que irrisorio y absurdo intento pues me encontré y te encontré. Ahí estábamos todos.
Ya no había reservas, sumergida estaba en una composición incuantificable en números, pero en presencia del universo mismo. Se trataba de mantos humanos que nos muestran a nosotros mismos como algo más que un monstruo amorfo y aterrador.
Vaya conquista de este madrileño campeador que tan hábilmente amasó tanto mundo y tanto individuo en imágenes seductoras, abriendo portales visuales al abismo, que desde el fondo te empujan hasta a la superficie para continuar navegando sobre infinitas constelaciones de vida.
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