Lo nunca encontrado

Katsushika Hokusai - Apócrifa Art Magazine
Img – Katsushika Hokusai

No se puede contar una historia sin imágenes.
Mario Levrero

Despertar, qué lindo es despertar.

Luego de una apacible noche de primavera. Retozar un buen rato entre las sábanas frescas, sobre la almohada mullida y blanca, con un suave aroma a café llegando desde la sala y unos levísimos rayos de sol hurgueteando entre la falda de las cortinas. Emerger poco a poco del mundo oscuro y siniestro de los sueños, tanto más oscuro y más siniestro porque se nutre de lo que llevamos dentro, ni más ni menos.

Como les decía, qué linda imagen, cuánto disfrute ¿no? Ahora bien, ésta es la verdadera historia, la que pensaba contar desde el inicio, aunque no lo parezca: como si se tratara de una inexplicable continuación del sueño, desperté inmovilizado.

Porque en el sueño, claro, inmensos tentáculos se levantaban de ambos lados de la cama y me cruzaban el pecho, anudándose en mis piernas, rodeándome el cuello, apretándome los tobillos en un muy eficaz ejercicio de sujeción, hay que reconocerlo, y que me impedía casi todo movimiento. Y digo casi, porque si bien mi boca era también presa de uno de los asquerosos tentáculos, mis ojos tenían absoluta libertad. Con lo que podía observar todo lo que quisiera, pero de gritar, nada. De todos modos, no creo que haya servido de mucho. Este es un barrio pobre y ruidoso y todo el mundo grita y se oyen disparos a la madrugada y nadie hace gran cosa.

Pero volviendo al asunto, entenderán mi desesperación, mi congoja: podía distinguir entre las sombras del cuartucho, las botellas vacías, las familias enteras de cucarachas, las jeringas, el ropero con la parte superior podrida, las trampas para los roedores, en fin, lo de siempre. Lloré un buen rato, lloré como nunca antes. Lloré convulsivamente por todos los muertos y por todos los vivos que nunca se enterarán de su muerte. Lloré por los amigos viejos y los enemigos nuevos. Por todo lo perdido en esta miserable vida y sobre todo, por lo nunca encontrado.

Y entonces, sucedió que recordé al gran Levrero (sí, lo recordé en el sueño, así como lo oyen) de “Burdeos, 1972”:

“Yo ya estaba sintiendo que por fin estaba donde siempre había debido estar; que ése era mi lugar en el mundo, que yo pertenecía a ese lugar, que en ese momento, por fin, me había encontrado conmigo mismo”.

Y luego, la nada, la daga blanca del sueño, el silencio de la madrugada, de la calle vacía, de las sábanas retorcidas y el dolor de cabeza acariciando el fondo de los ojos.

Despertar, qué lindo es despertar, queridos lectores.

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