Flowers & Bikes

Loes Heerink, fotógrafa

Patience

Paciencia…; la toma perfecta. Parece una premisa consustancial a la práctica fotográfica. Pero en más de una ocasión la espera de ese encuentro condiciona la totalidad del proyecto en cuestión. Inseparables, la idea no puede florecer hasta la aparición precisa y deseada. Así opera el trabajo de la fotógrafa neerlandesa Loes Heerink. Como un ritual, ella esperaba desde un puente para poder captar el paso de un vendedor de flores vietnamita. Paciencia…; la calle es gris —las horas también—, pero entonces el lente atrapa a la ráfaga de color de las mercancías, y así cobra color y sentido la totalidad del proyecto. Heerink visibiliza pautas en la vida que pasan desapercibidas para el espectador común. En este caso, flores y bicicletas.

Loes Heerink - Apócrifa Art Magazine

La espera no añade un falso valor anecdótico a la pieza. Ella más bien supone una marcha contracorriente a los movimientos habituales: un giro artístico. El arte suspende la temporalidad cotidiana y nos desvía del cauce de la rutina mediante otras prácticas que no corresponden a las exigencias e imposiciones de una sociedad tecnócrata que nos hace esperar como consumidores, pero no como creadores. En una cultura de la inmediatez, en el que un sector poblacional puede obtener el producto deseado con tan solo apretar un botón, las fotografías de vendedores de flores revierten el sentido del deseo voraz e instantáneo: uno no obtiene lo que desea sino hasta que la casualidad lo dicta.

Composition

Las fotografías de Heerink son, en primer lugar, la puesta en escena de un ejercicio metacompositivo. ¿Por qué? El vendedor ha dispuesto su mercancía con practicidad, sin duda, a fin de que su medio de transporte pueda sostenerse y balancearse. Pero no podemos negar que dispone la mercancía de forma vistosa y atractiva para el comprador. Heerink, con el uso del plano cenital, obtiene la panorámica que el vendedor no puede conseguir de sus las flores y vegetales que día con día comercia.

El ángulo insospechado del fotografiado (otra premisa elemental de la labor fotográfica). Situado perfectamente en el centro del espacio fotográfico, el vendedor de flores acapara una considerable porción de la imagen, mientras que el resto de la superficie la domina el gris del asfalto. Es fácil establecer asociaciones metafóricas. Flor: fugacidad, velocidad, transitoriedad. Gris: permanencia, estabilidad, lo que no perece. El arte también invierte esos términos y los intercambia entre ambos elementos. La flor se eterniza, permanece; es el asfalto lo transitorio.

Flowers on Motion

Habría que ahondar un poco más en la significación de las flores, olfatear sus lenguajes secretos, para rehuir al lugar común… Entenderla culturalmente. Al arte occidental a grandes rasgos no le es en absoluto ajeno el acontecimiento floral. Pensemos en la proliferación de minucias florales de Rubens con su densa cualidad alegórica y religiosa. Pensemos en los divertimentos poéticos de los siglos de oro: en la imaginería de los jardines y los juegos florales del barroco. Los siglos pasan y la flor sigue ahí. Huidobro y Stein la reafirman desde la plasticidad del verbo. Lorca subtitula una de sus obras como El lenguaje de las flores.

Una de las grandes novelas literarias modernistas más celebres —punto álgido de la narrativa lírica anglosajona— arranca con una premisa floral: Mrs Dalloway de Virginia Woolf (Mrs Dalloway said she was buying the flowers herself…). A través de un acontecimiento perfectamente cotidiano se desata un viaje interior en la conciencia de los protagonistas. Y no solo eso: el acto de comprarlas ella misma —puntillismo nada gratuito de parte de la voz que narra— supone una reafirmación de la voluntad. La flor es, en cierto sentido, un tema desgastadísimo en la literatura, pero no marchito.

Loes Heerink - Apócrifa Art Magazine

Diríase lo mismo sobre los motivos florales en el arte contemporáneo; muy pocos artistas hoy en día se atreverían a presentar en una feria o galería motivos florales. (Recientemente, Enrique Ciapara, artista radicado en Tijuana, presentó una serie titulada Vanitas para una galería en la Ciudad de México. Una oleada floral de técnica mixta que, desde su título, alude al tópico sobre la transitoriedad de la vida: pero, otra vez —¡otra vez!— se asoma el destino trágico de la flor.)

Y así, un detalle significativo en las fotografías de Heerink es que no existe tal cosa como un destino trágico de la flor, y tampoco una exaltación naif o descoyuntada de una realidad determinada. La flor no perece porque circula: circula en un medio de transporte, y su belleza —libremos de exotismo a la palabra— deviene regocijo visual en marcha. La flor o el vegetal circulan porque las fotografías parten de la actividad comercial de los vendedores, del intercambio local. Así, la flor o el vegetal que Heerink retrata conllevan un movimiento continuo simbólico que se acentúa por el dinamismo de la composición. Y ya no digamos por el tránsito del comercio en la vida diaria al desprendimiento temporal del instante congelado de la fotografía.

Por eso: la flor, aunque se desgaste, aparece como una metonimia: no es solamente la belleza insospechada en lo cotidiano, tópico ya marchito de la expresión artística del siglo XX pero insistentemente renovado en Instagram y derivados. La flor, el detenerse a capturarla, es la negación a los tiempos voraces y frenéticos que nos acechan por segundo. En una época demasiado veloz, en la que todo ocurre demasiado rápido, casi sin poder procesarlo, la instantánea del vendedor de bicicletas tomada con tanta paciencia, a manera de ritual, le confiere nuevas dimensiones a estas singulares fotografías.

Rituals and Voices

Es como si la labor fotográfica implicara la adopción de nuevas ritualidades: la espera habitual diaria en el puente; la devoción y la sorpresa ante la manera en la que el color sume al vendedor; el ordenamiento de los vegetales siempre cambiante. Las fotografías que Loes Heerink nos presenta son, ante todo, reafirmaciones de lo vívido visual, del color como una posibilidad para que, más que ser visto, sea experimentado. En las fotografías, el gran protagonista no es tanto el fotografiado —del cual a duras penas y podemos dilucidar su rostro— sino la paleta de colores que lleva consigo.

Porque ya he hablado suficiente de quien espera en el puente para recolectar las fotografías. ¿Y quien está debajo de la fotógrafa? El vendedor también implica un relato, otra voz, y es aquel testimonio el que Heerink deseó rescatar, como crónicas en conjunto, en su libro de autoedición.

¿Un problema de interacción de voces? No necesariamente. De este ensayo podría decir lo mismo: como Heerink, veo todo desde arriba. Ensayar es algo parecido: no ves desde enfrente. Se renuncia, de hecho, a la posibilidad de acaparar todos los ángulos. El ensayista cede a la perspectiva de mayor conveniencia, el que articula mejor el sentido que uno desea entregar, la inequívocamente suya.

Bicycles

También quisiera hablar de las bicicletas como ya hablé de las flores —entenderlas, no, ya no digamos siquiera entenderlas: aprender a manejarlas— pero de ellas no sé gran cosa. Seguramente los pintores impresionistas pintaron más de una. Recuerdo haber visto un documental hace muchos años, cuando era niño, en el que ponían a dibujar a hombres y mujeres una bicicleta sin haberla visto. Una especie de lucha de los sexos. Eran las mujeres quienes dibujaban con mayor fidelidad una bicicleta.

Loes Heerink - Apócrifa Art Magazine

Los hombres no lograban entender la estructura y la trazaban con muy escasa precisión. A pesar de que todos hacían su mejor intento, a grandes rasgos los dibujos eran desfavorecedores. No me parecen feas las bicicletas. Es más: diría que quizá el medio que más le hace justicia a la bicicleta, por alguna extraña razón, al capturarla en su absoluta belleza, sería la fotografía: escurridiza ventaja de las fotografías de Heerink.

Souvenirs

El carácter rectangular de las fotografías de Heerink podrían ser entendidas —además de los elementos que ya mencioné: el ritual, la paciencia, el color— como postales, souvenirs, objetos de colección que evocan los momentos especiales y fugaces de las expediciones a Vietnam. Celeste Olalquiaga exploró en un fascinante libro las dimensiones filosóficas e incluso mnemónicas del souvenir.

El souvenir como fósil cultural lleva consigo una reminiscencia, desencadena una dimensión onírica del tiempo al formar parte de un universo personal que lo integra a su recolección simbólica de vivencias: «aunque la reminiscencia retiene algunos atributos esenciales del hecho original, carece de una parte sustancial de la integridad de ese hecho, a saber, su intensidad transitoria». Añade la autora que los souvenirs «trascienden la imagen de deseo prefabricada de los bienes de consumo a través de la implicación personal de sus consumidores, una personalización que, aun cuando parezca un lugar común, hace “resucitar” momentáneamente la posesión muerta». ¿Acaso el souvenir fosiliza el tiempo?

Sea como fuere, las configuraciones visuales de Heerink distan de ser postcards, porque la tarjeta postal persigue el amable convencionalismo del paisaje idealizado por el turista: no presentaría la superficie sólida del concreto como un muro infranqueable, sino como una carretera esperanzadora; no presentaría al vendedor desde arriba —a veces cubierto por un tapabocas—, sino que retrataría su rostro, su expresión y su códigos étnicos. Lo único que se comparte en ambos casos el poder evocativo, el énfasis en la belleza. La serie de los vendedores ambulantes vietnamitas disloca las convenciones de la tarjeta postal y, al mismo tiempo, respeta su esencia, en lo más hondo del universo personal del espectador y el creador.

Epilogue

¿Acaso no todo lo que escribimos, leemos y vemos con interés nos devuelve a nuestra infancia? Explico de tal forma las fotografías de Heerink porque, sin duda, me remiten a cierta ritualidad infantil de hace muchos años, cuando apenas aprendía a usar internet. Cuando era niño, pasaba horas y horas revisando en Internet Explorer las fotografías de la agencia Lonely Planet Images: fotos de animales, selvas, volcanes, chozas e iglesias, tribus, tazas de café, tardes lluviosas, platillos típicos, y, con toda seguridad, vendedores de frutas, a quienes el arte continuamente ha inmortalizado (pensemos en el cuadro de 1951 de Olga Costa). Sinfín de vendedores alrededor del mundo que se integran a una narrativa artística y fotográfica —que a veces nos devuelven el rostro, o no, ora expresivos, ora mudos por voluntad—, pero que comparte un mismo sentimiento de que hay otro como nosotros, perdido en el mundo, navegando, sumido en la profusión del color…

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