Archivo General del Fracaso

Aire de Dylan - Apócrifa Art Magazine
Aire de Dylan, Enrique Vila-Matas. Fotografía: Paulo Neo

Uno escribe porque está desajustado con la vida.
Ricardo Piglia

Buenos tiempos son éstos que corren para intentar forjarse nuevas rutinas.

Y como los escritores solemos fingirnos parte de la sociedad, yo también me puse a lo propio, claro está. No sea cosa que luego lo acusen a uno de estar desconectado de la realidad, o de mantenerse al margen de los conflictos culturales y sociales, o de porfiar en unos ejercicios narrativos más bien crípticos, más bien híbridos, o que sé yo que otra cosa más.

Lo cierto es que, desde hace algunas semanas, me gusta sentarme en la plaza del barrio, por la tarde, a eso de las seis. Sobre todo, si no estoy escribiendo, que es la mayoría del tiempo. Y como el asunto me cabrea –lo de no escribir, digo–, prefiero salir a tomar un poco de aire, dejar que el sol me lama los pómulos y leer un poco, mientras el aire me ondea los cabellos. Y las ideas, con algo de suerte.

Bien, pues resulta que esta tarde me ha sucedido algo bastante particular. O mejor dicho: bastante desagradable. Quiso la suerte que, mientras leía plácidamente en el banco y de cara al sol, llegaran dos bellas señoras y se instalaran a escasos metros a practicar sus ejercicios vespertinos. Desarrollaban una conversación a base de gritos entrecortados. Con siniestra naturalidad fueron sucediéndose los temas: el calor y la humedad de la época dio paso a las distintas preparaciones de los alimentos ingeridos, a las cantidades y a los efectos que éstos producían en sus organismos. Todo, como dije, con el mayor número de detalles y a voz en cuello.

En fin, como no me podía concentrar en la lectura de “Aire de Dylan”, del genial Vila-Matas –de la que me gustaría poder escribir una reseña que invite a su verdadero disfrute, y mencionar acaso el incesante Archivo General del Fracaso que lleva el protagonista, ese pequeño Dylan que se pierde entre las brumas de la indolencia–, tuve a bien largarme al café de la esquina, a probar mejor suerte.

Me instalé y volví al asunto. Y en eso estaba, bien a gusto, hasta el momento en que llegaron dos buenos señores: uno mayor, el otro apenas un veinteañero. Y luego de acomodarse en una mesa próxima –la más próxima, pese a la bendita distancia prudencial–, se despacharon con una acalorada discusión sobre fútbol, Maradona, dirigencia, arbitrajes y demás. También, por supuesto, con lujo de detalles y a voz en cuello.

Con lo que no tuve más opción que volverme a casa y aprovechar la ocasión para teclear estas líneas, desajustadas con la vida, quizás el prólogo de una buena reseña que nunca llegaré a escribir.

Y sin dejar de recordar aquellos versos de Pacheco, que muy bien decían:

El fin del mundo ya ha durado mucho
Y todo empeora
Pero no se acaba.

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