De virulentos odios y taimados amores

De virulentos
Img: KamarIbedo

Sé que la poesía conduce a la locura y un poeta es
como un cartero que corre envuelto en llamas.

Isidoro Blaisten

Contemplemos, queridos lectores, a nuestro jovencísimo y amañado poetastro de verso libre. Debe aprovecharse la situación, pues nos encontramos frente a un verdadero experto en el singular arte de la supervivencia, un avezado equilibrista en el precioso talento vinculador de vida y obra, de tinieblas y esperanzas, de virulentos odios y taimados amores.

Pocos suelen fijarse en su característica más representativa: hablamos, por supuesto, de su incesante cercanía con el fango. Resta decir entonces, que es esta misma quien lo emancipa, a la vez que lo mantiene apenas lo suficientemente elevado sobre la perpetua marisma que resulta ser la vida.

Claro que para el poetastro de verso libre es imposible fingir indiferencia alguna, pues aunque intente clavar la vista en el horizonte, su fetidez termina por golpearle en pleno rostro, produciéndole la contracción del gesto que se aprecia en la foto.

Ahora bien, no por ello nuestro incipiente coplista afloja las cinchas del dolor y la locura, del placer y el desamor, tensionando cada músculo al máximo, exigiendo su cuerpo al límite, como puede verse en la imagen. He allí el cartero en llamas del que habla Isidoro Blaisten, el que escribe para los que ya no están o para los que nunca alcanzarán a leerlo, el que fatiga las horas abdicando del tiempo y del olvido, con esa sumisa atención tan propia de él, con su implacable metodología.

Mención aparte merece lo que sucede allá a lo lejos, tras el sinuoso velo del lodazal revuelto. En un páramo de lo más seguro, pisando tierra firme y mirando desde la orilla, vemos un ejército formado por juntas editoriales, hordas de abogados resentidos con el mundo, psicoanalistas de bajo calibre y doctorados en letras hispánicas de algún siglo pasado. A todos ellos los une la ansiedad de esperar la inminente caída del adusto y bucólico joven.  Para luego, claro, regodearse en críticas insidiosas, reproches tardíos y detracciones varias.

Lejos de los accidentados altibajos de la creación artística (esa fulgurante senda llena de baches amargos y promontorios apacibles). Pero bien cerca, naturalmente, de la envidiosa obsecuencia de los timoratos y de los indignos.

Contemplemos, queridos lectores, a nuestro jovencísimo y amañado poetastro de verso libre. Si algo ha de salvarlo, será la poesía. No lo duden.

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