Toda ciudad conoce sus ma虂rgenes, espacios fi虂sicos e intangibles que marcan la frontera donde termina el bullicio y comienza el imperio de la luz. Lugares que perviven a pesar de los intentos denodados del hombre por colonizarlo, por apropiarse de ellos; embates que ante el irremediable fracaso de la posesio虂n termina por convertirse en un asidero de inspiracio虂n. De eso abreva Chris Ballantyne, artista que plasma en su obra abstracciones geome虂tricas de la llanura norteamericana.
Las figuras y formas, casi todas en tonos pastel (acaso como un regreso a los colores ya olvidados dentro de una ciudad que entiende el gris como leitmotiv en sus edificios y que reconoce al asfalto como color), son una reconstruccio虂n de aquellos campos de siembra que au虂n pueblan el medio oeste americano, lugares cuya repeticio虂n se vuelve un tablero de ajedrez en el llano.
Existe, adema虂s, un tono melanco虂lico en sus cuadros, pues la geometri虂a de los campos, reti虂cula delimitada por colores, esta虂 salpicada de montan虄as cortadas de manera abrupta, de cables de alta tensio虂n que sugieren una ciudad cercana e hileras de a虂rboles que entienden el juego de la simetri虂a, todos elementos que aportan un recuerdo diferente al espectador, acaso el primer di虂a de campo fuera de la ciudad (cuya u虂nica perfeccio虂n esta虂 en las hileras luces que se superponen en un horizonte infinito), o el momento en que la luz se cuela entre el follaje de un a虂rbol.
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Uno olvida ciertas cosas al vivir en una ciudad, desde el brillo diferente de la luna, los colores quemados del sol que amanece, lo ausente del silencio y los murmullos de la noche. Sin embargo, apenas se miran los cuadros de Chris Ballantyne, las fronteras se difuminan y es posible abandonarse a los espacios donde el silencio reina y la luz se recrea en figuras geome虂tricas.