Dos nocturnos de Xavier Villaurrutia

“Nocturnos” es la primera sección del poemario Nostalgia de la muerte (1938), la cual abre con un epígrafe de Michel Drayton: “quemado en un mar de hielo, ahogado en medio de un fuego” (traducción mía).

Nocturnos Xavier Villaurrutia

Oposiciones que acusan el drama del poeta para someter la inconsciencia a una forma, transformándola en un lenguaje inteligible. Los temas principales de este libro quedan perfilados en el primer poema, “Nocturno”, en cuyas primeras líneas de cada estrofa se revelan la mayoría de los principales temas del libro: la noche, la sombra, el silencio, el deseo. Temas que se condensan en una sola preocupación para el poeta y nos dejan saber que esta preocupación que lo anega, preforma su vista y su oído es, mucho más que intelectual, sensual. En esta sección encontramos dos inolvidables poemas, que todo lector de poesía debería conocer.

“Nocturno en que nada se oye” nos sumerge en un mundo aparte, dominado por el vértigo, pleno de asociaciones oníricas, sentimientos sombríos y misteriosas revelaciones. Técnicas de escritura próximas al automatismo de la poética surrealista se advierten en este poema, que carece de puntuación y en el que la sintaxis se trastoca en favor de la expresión de un estado psíquico donde parece imperar la inconsciencia, en donde son la emoción de las palabras y los efectos sonoros propios de juegos de palabras los que van dominando este trance.

La composición de “Nocturno amor” guarda un enorme parecido con la de “Nocturno en que nada se oye”. Sólo que el tratamiento de la angustia no se percibe tan marcado: antes que eso hay un tono amoroso. Es un amor oscuro, estéril, en el que se ama lo que de muerto y frío tiene el cuerpo amado, lo que de hueco tiene el encuentro del amante celebrado en las profundidades del sueño, un lugar que es “la alcoba de un mundo en que todo ha muerto.” La noche se conceptúa en estos poemas como un lugar de secreta comunión del hombre con el misterio de su existencia: la noche, a través del sueño, nos revela algo de su misterio; dormir es morir un poco, y entonces entramos al dominio maravilloso de la muerte en el que nos sentimos más unidos a nuestro lejano origen.

Pero este viaje al mundo de la noche produce igualmente la incertidumbre, el miedo ancestral a lo desconocido. Dormidos, despertamos a ese mundo fascinante en el que las cosas de la vida ordinaria, de la vida solar, pierden su sentido y nada pueden contra la verdad imperante de la oscuridad. “En la tumba del lecho dejo mi estatua sin sangre”, dice el poeta, y entonces, dormido, cae sumergido en el abismo de su psique en el que “el sueño y la muerte nada tienen ya que decirse”, porque son dos caras de una misma cosa que todos conocemos desde siempre. Esto tiene algo de grandioso, trascendente y revelador; pero al mismo tiempo de terrorífico, pues no alcanzamos a comprender qué es exactamente lo revelado.

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