Existe, además, un tono melancólico en sus cuadros, pues la geometría de los campos, retícula delimitada por colores, está salpicada de montañas cortadas de manera abrupta, de cables de alta tensión que sugieren una ciudad cercana e hileras de árboles que entienden el juego de la simetría, todos elementos que aportan un recuerdo diferente al espectador, acaso el primer día de campo fuera de la ciudad (cuya única perfección está en las hileras luces que se superponen en un horizonte infinito), o el momento en que la luz se cuela entre el follaje de un árbol.
Uno olvida ciertas cosas al vivir en una ciudad, desde el brillo diferente de la luna, los colores quemados del sol que amanece, lo ausente del silencio y los murmullos de la noche. Sin embargo, apenas se miran los cuadros de Chris Ballantyne, las fronteras se difuminan y es posible abandonarse a los espacios donde el silencio reina y la luz se recrea en figuras geométricas.