Los poetas buscan encontrar la esencia de las cosas, en sus palabras pretenden condensar el conocimiento de todo; su pretensión es la de alcanzar el nacimiento primero de la palabra, encontrar ese instante exacto en el que todo surgió y tomó sentido. Por eso van por el mundo tejiendo palabras, creando imágenes que alcancen a conmover al mundo. Por eso se afanan tanto en el lenguaje, pretenden desnudarlo, deshacerlo pedazo a pedazo para sacar su ADN, para exprimirlo hasta encontrar el basamento, el pilar que lo sostiene todo.
La poesía es sacra, su oficio es el encuentro con lo no-terrenal, el encuentro con lo substancial del mundo, las formas volátiles que se escapan al ojo y a la mano y a la boca, ese es el Reino de la poesía el que se percibe con el instinto, con la piel pero no con la mano, no se toca, se siente. La poesía penetra el cuerpo, remueve los intestinos, sacude el pensamiento, nos saca de nuestras esferas de lo común, para dejarnos caer a un espacio sin límites, sin fronteras, un lugar sin lugar en el que nos movemos hacía todos lados, donde los puntos cardinales son seis, donde los horizontes son una línea delgada que se extiende a cada paso.
El poema debe ser, pues, un puente entre esta vida y todas las vidas que hemos vivido o viviremos en un futuro, es una proyección de nosotros sobre nosotros mismos y sobre los otros, una catástrofe que anuncia el inicio, el origen.
Hoy el poeta debe romperse, renunciar a sí mismo para que la palabra lo habite, debe vivir poesía, sentir poesía, sudar poesía, si no, sólo está escupiendo palabras , sólo está jugando a la semántica y la sintaxis. El poema debe ir cargado de mundo no de lenguaje, debe mover las raíces, sacudir los cimientos, ser un temblor en el cuerpo y en la ciudad a la hora de ser pronunciado. Porque el poema es sacro.
