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Obsesión del viaje

Obsesión del viaje - Apócrifa Art Magazine
Img – Paulo Neo

Y en esa rueda uno siempre está en el centro, y alrededor suyo siempre están girando la vida, la muerte, la salud, la enfermedad, el azar, el infortunio y la felicidad, que alternativamente se acercan a uno.
Juan Rulfo

Escribir con la oscura ilusión de los que están jodidos, pero escriben. Con la simpleza de los aprendices, con la seguridad del momento que no suele fallar. Quizás por el simple hecho de que se trata de la falla misma, de la grieta por donde se escapa la luz. O por donde entra, que es el mismo asunto. Así escribo estos días: medio ciego y con dolor.  Nada metafórico, voy a explicarlo:

Lo de la ceguera responde a un pequeño accidente doméstico. No por eso menos extraño: el dosificador de alcohol en gel, que descansa sobre la mesada de la cocina, escupió su cuota antibacterial directo a mi ojo derecho. Cómo carajo es posible tal cosa, se preguntarán. Pues yo también, claro. Y no tengo respuesta. Lo que sí tengo es una irritación molesta que ya lleva sus buenas horas.

Lo otro, lo del dolor, es a causa de los trabajos de terminación de la biblioteca fantasma (de la que ya he hablado en este mismo lugar) y sobre todo, la poca costumbre, la falta de práctica que hace la diferencia entre los profesionales de la pintura y los advenedizos, entre los que me cuento. Los que se golpean con bordes filosos y se lastiman los nudillos o se raspan las yemas de los dedos hasta dejarlas a sangre viva.

Ahora bien, como esto no debiera ser una suerte de patético diario de días de encierro, voy a contar una historia. La del hombre que, cansado de tanta ruta y de tanto viaje, hace un alto en el camino. Busca un hotel en el pueblo y pide una habitación. Apenas se la entregan, se dispone a descansar. En medio de la noche, lo despiertan ruidos extraños provenientes de la pieza contigua. A la mañana siguiente, el hombre, que apenas si ha descansado algo, decide quejarse en la recepción, donde le dicen que eso es imposible ya que es el único huésped en todo el hotel.

Y es que, no sé Ustedes, queridos lectores, pero yo tengo –como Bioy Casares– la obsesión del viaje. Y claro, siempre creo que voy a solucionar todo yéndome.

Porque escribir es siempre un vacío. Un millón de palabras sin alma están destinadas a la nada aún antes siquiera de ser un carácter, un movimiento del cursor. Hay que intentar escaparle siempre a las calculadoras y a los simplones. Hay que casi creer que el destino es una cabriola doméstica llena de sinsentidos.

Escribir entonces, es el vacío, el millón, el movimiento, el alma y también el sinsentido.

Casi como Lorenzo Benavides –ese personaje de “El gallo de oro” de Juan Rulfo– cuando le dice a Dionisio Pinzón: “No Pinzón, tú eres como yo. El trabajo no se hizo para nosotros, por eso buscamos una profesión livianita. ¿Y qué mejor que ésta de la jugada, en que esperamos sentados a que nos mantenga la suerte?”.

Escribir con la oscura ilusión de los que están jodidos, pero escriben.

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